domingo, 27 de enero de 2008


I DON’T NEED TO NEED YOU

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Empecé a hacer canciones propias desde muy pequeño. Todavía no tenía piano, así que me pasaba muchas horas practicando en el aula de estudio del conservatorio. Estudiaba las obras para clase: el sempiterno Bach, la romántica, la moderna, la sonata… y luego paraba, porque tenía digamos… ciertas inquietudes, y empezaban a surgir melodías, armonías y acompañamientos, hasta que las tenía perfectamente estructuradas y acabadas. Un día, el profesor de clarinete estaba dando clase en el aula de al lado. Y en uno de los momentos de máxima exaltación de mi interpretación, (realmente estaba muy excitado) irrumpió en mi aula.

- ¿Qué estás tocando? (tenía la cara muy seria, así que que viniera de esa forma no sabía si era bueno o malo)
- Es una cosa que acabo de hacer.
- ¿Pero que es? ¿Schubert? ¿Schuman?
- No… la acabo de hacer yo.

Me miró con asombro y me dio la enhorabuena, me pidió perdón por haberme interrumpido y se marcho. Después de eso me dio un poco de vergüenza seguir si me iba a estar escuchando así que volví a las obras del programa.

Un día, después de clase, decidí enseñarle todo lo que había hecho a mi profesor de piano, a ver que opinaba el. Solo quedábamos los dos en el conservatorio. No me dijo nada, no me dio una crítica ni positiva ni negativa. Pero un día me dijo que quería llevarme a Puentes, porque conocía a un profesor que estaba estudiando composición en Barcelona, y que posiblemente me podría decir algo. Se llamaba Julián Rodríguez. Así que allá fuimos. Yo estaba algo (muy) nervioso. Entramos en el aula, y empecé a tocar. Al terminar no me dijo nada, ni bueno ni malo, simplemente nada. Así que nos fuimos, pero a mi me quedaba la sensación de que había estado perdiendo el tiempo.

Pero seguí haciendo mis pinitos, y muchas veces, después de las actuaciones de la banda, durante los pinchos, bajábamos hasta el piano, y les tocaba algunas a mis compañeros, que bailaban alegremente, mientras me decían: ¡Como mola esta! Eso me animaba mucho.

La primera que estrené ante un público de verdad, fue en el festival de fin de curso del conservatorio. Los alumnos de armonía de ese año teníamos que hacer una pequeña canción con todo lo que habíamos aprendido durante el curso. El caso es que yo ya la tenía hecha, tenía una, de las más antiguas, que se adaptaba perfectamente a las condiciones que tenía que cumplir. Entonces, decidí hacer un experimento, quería saber qué repercusión tendría una obra que hice cuando se supone que no tenía ni idea de composición y que llevaban años negándose a escuchar dando por hecho que no merecía la pena. De echo, antes del concierto le decía al director si quería escucharla en varias ocasiones y en todas me dijo que no. Entonces llegó el momento. Se titulaba The Maxx, en honor al comic de Sam Kieth. Era una pequeña pieza para piano. Tomé aire, subí al escenario, y vi que tenía todo el público para mí. Me senté al piano, y de repente todo desapareció, solo estaba yo, el piano y mi canción, y me concentré solo en darle en ese momento toda el alma que había depositado en ella al escribirla. No necesitaba ni leer la partitura, me la sabia de memoria. Cuando terminé me acordé de que había público. Más que nada porque estalló en aplausos, y me levanté a hacer los saludos de rigor, y salí del escenario. Yo estaba medio ido, como en trance, pero me di cuenta de que el director, que se había negado a escucharme tantas veces y me había escuchado en ese momento por primera vez, era el que más me aplaudía, y me obligó a volver a salir varias veces más para recibir los aplausos. Y entonces el profesor de clarinete me dio efusivamente la enhorabuena. Pero el festival continuó y ahí quedó la cosa. Me retiré un poco porque estaba algo cabreado, la obra había gustado, pero la había hecho con 11 o 12 años, ¿qué habría pasado si la hubiera tocado entonces? Una vez más tuve la sensación de que había estado perdiendo el tiempo.

Luego empezaron las clases de composición, y mi profesor me hizo un encargo, que no le hizo a nadie más. Se trataba de una obra para orquesta para estrenar ese mismo año. Enseguida me vino a la mente una obra para piano que había hecho pero dónde el piano se quedaba muy corto para todo lo que quería hacerle. Era la oportunidad perfecta para que también viera la luz pública. Hacía poco que había muerto mi padre, así que se la dediqué a el. La de trabajo que me dio la puta obrita. Hacer la orquestación ya me llevó lo suyo, y luego hacer las partituras para cada uno de los integrantes de la orquesta. Creo que crucifiqué varias veces al tío de la copistería. Pero por fin llegó el estreno. En Xove. Y la obra gustó mucho también. Ante la buena respuesta del público se estrenó también en Villalba, y en Pontevedra, quizás donde la obra tuvo mejor acogida, y donde saboreé mejor las mieles del éxito, pero esa es otra historia.

Ante esto, mi profesor de composición me comentó de debía presentarme a un concurso de composición. Así que tiré una vez más de stock y decidí que le tocaba el turno a “Canción de Luna”, una obra para oboe y piano, y una de las más antiguas también. Me presenté al concurso. Era en una iglesia. Tocamos la obra y el jurado y el público votaron entre todas las que se presentaban. Gané. Estaba muy contento, porque era el primero al que me presentaba, (y por ahora el único).

Pero vamos a ver, todas estas obras las había echo cuando tenía entre 11 y 14 años. Y nunca nadie me había echo puto caso. Si hubieran visto la luz entonces, ¿no hubieran tenido el mismo éxito? ¿Tenía que esperar siempre 10 años para presentarlas al público? Si me hubieran dado más apoyo desde el principio, quizás hubiera hecho más cosas, no lo sé. El caso es que luego me vine a Coruña a hacer la carrera de composición. Y sin haber tenido nunca el reconocimiento de mis profesores me vine abajo. Parecía que todo lo que hacía carecía de cualquier importancia. Y aunque el día del concierto me felicitaran brevemente, (que podía ser perfectamente por cortesía y nada más) el resto del tiempo me trataban como si no tuviera talento alguno. Ni una sola palabra de ánimo o apoyo.

Hace un año, fui a visitar a mi hermana Montse, y hablamos de la posibilidad de irme a Londres, para buscarme un futuro. En un momento de la conversación, ella me dijo que una vez, tomando algo con mis profesores, le habían dicho cosas como: “Tu hermano no tiene idea de lo bueno que es” “No se lo cree” o “Hay cosas que tiene que pulir, pero tiene partes de genio”. Cuando mi hermana me dijo eso, me cayó el alma a los pies y me deshice en lágrimas, porque si hubiera sabido que lo que hacía realmente merecía la pena, y que realmente pensaban eso de mi, no me hubiera rendido nunca, por nada del mundo. Pero en ese momento era demasiado tarde. Lo había dejado todo porque no me habían echo un sitio en “su” mundo. Ni nunca me dieron apoyo real. Así os pudráis en vuestro conservatorio, hijos de puta.

miércoles, 23 de enero de 2008


KING IN CRIMSON

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Viene de la entrada anterior...

Nuestro príncipe había pasado de tener todo, a no tener nada. De ser el hijo de un rey a ser un don nadie, y le costaba asimilarlo. Ahora era un extraño en una tierra extraña. Sus ansias de volver a casa le hacían espolear a su caballo. Llevaba una semana de camino cuando el caballo cedió, y el príncipe gritó furiosamente mientras el caballo moría en el camino. Tenía que darse prisa pues se estaba quedando sin víveres. Le llevó dos días más a pié, pero al fin divisó una pequeña aldea. Atardecía. El caso es que estaba como al principio, sin comida y sin caballo. Llamó a una de las puertas y salió una pareja de ancianos:

- Necesito un sitio para pasar la noche...
- ¿De dónde vienes forastero? – Contestó el anciano.
- Vengo de muy lejos, de la cabaña de un herrero que está a una semana de aquí. Busco el camino para regresar al reino de X.
- No conozco ningún reino con ese nombre, pero pasa, pasa... Has tenido mala suerte, esta es una zona muy poco poblada del país, el único pueblo que conocemos está muy lejos, al lado del mar.
- Necesito ir a ese pueblo.
- ¿Y cómo tienes pensado ir?
- No lo sé, no tengo dinero, ni caballo, ni provisiones, ni nada.- Respondió descorazonado.

El anciano se quedó pensativo, y luego dijo:

- Bueno, no te preocupes ¿Has pensado en trabajar? ¿Qué sabes hacer?
- Nad... Bueno, soy un herrero experto.
- Mmmm, es complicado, no hay herreros en esta aldea, todo el material de herrería lo intercambiamos a medio camino con el herrero de donde vienes una vez al año. Nosotros somos carpinteros, ¿Has trabajado alguna vez la madera?
- Pues no. (El príncipe pensando... ¡Dios, no, otra vez no!)
- Pues aprenderás.

Pues eso, que el príncipe se tiró otros dos años trabajando de carpintero en esa aldea, hasta que pudo ganarse un caballo y la comida para una semana. Pero esta vez fue más paciente y cuidó mejor al caballo. Paraba con frecuencia para que bebiera y comiera, y procuraba no cansarlo demasiado. Hasta le cogió cariño.
Una semana después de dejar la aldea de los carpinteros, llegó al pueblo de mar. Pensó que al ser un pueblo la gente estaría más informada, conocerían su país y le dirían como regresar. Así que con una sonrisa de oreja a oreja, llamó a la primera puerta que encontró, y un hombre barbudo y de aspecto desaliñado le abrió.

- Buenas tardes buen hombre, busco el camino para el reino de X.
- Lo siento, caballero, pero jamás se oyó hablar de ese lugar por aquí, me temo que no puedo ayudarle.

La sonrisa se le borró de la cara como si una nube le cubriera de repente con su sombra. Pensó que todo era inútil y jamás conseguiría regresar. Una lágrima apareció en sus ojos.

- No se desanime... Quizás en la ciudad que hay al otro lado de la montaña, alguien sepa llevarle hasta allí. No es un país vecino, así que posiblemente le salga caro el viaje.
- No tengo dinero, solo mi caballo. ¿Necesitan un herrero o un carpintero en el pueblo?
- Pues no, la verdad, nos traen esas cosas del valle que hay en esa dirección... (Señalando el camino del que venía).
- ¿De qué podría trabajar aquí?
- Somos un pueblo de pescadores joven, si tantas ganas tiene de trabajar, podrá embarcar mañana mismo en mi barco.

Esta vez, el príncipe había demostrado iniciativa propia, pensando que el dinero le sería de mucha ayuda para regresar a su reino. Pensaba constantemente en la vida que había llevado hasta el día del naufragio, y eso le mantenía con fuerzas para seguir adelante. Dos años más estuvo en el pueblo de pescadores, hasta que consideró que tenía dinero suficiente para cualquier circunstancia. Se despidió de sus compañeros y montó una vez más en su querido caballo. Atravesó la montaña, y llegó a la ciudad lleno de esperanzas. Recorrió todas las calles, las iglesias, el puerto, el ayuntamiento, las plazas, los comercios, pero nadie parecía conocer su reino. Pensó que su país no debía ser tan importante para que nadie oyera hablar de el. Esto le hizo perder toda la esperanza de volver a casa, y aceptó su cruel destino. Con el dinero que había ahorrado de pescador, abrió una herrería. Y se convirtió en uno de los herreros más respetados de la ciudad.

Un día de mercado cuando estaba vendiendo sus útiles y espadas, se fijó en una bella joven, que parecía un ángel bajado del cielo. Ella le miraba constantemente con disimulo. Cuando la joven desapareció por un callejón, no dudó un solo instante en correr tras ella. La calle por la que corría ahora estaba desierta. La vio caminando sola y le gritó:

- ¡Eh!, ¡espera!

La joven se giró sorprendida. El príncipe llegó a su lado, y sin mediar palabra la besó. Ella correspondía sus besos, y allí, en plena calle, la hizo suya. Así comenzó una intensa historia de amor. Durante meses siguieron viéndose. Una vez, paseando por unos jardines, el príncipe le dijo:

- ¿Tú me amas?
- Te amo con todo mi corazón.
- Pues cásate conmigo, con la herrería gano lo suficiente para que vivamos los dos cómodamente.

La joven apartó la mirada.

- No puedo.
- ¿Cómo?
- Hay algo que no te he dicho. No puedo casarme contigo, estoy prometida.
- ¡No puedo creerlo! Serás… Y yo que soy, ¿un pasatiempo? ¿Quién es tu prometido?
- Las cosas no son tan simples. Verás, yo soy una princesa. No te lo he dicho nunca porque no quería que pensaras que lo nuestro es un amor imposible. Yo te quiero de verdad. El caso es que cuando mi prometido venía de un lejano país del que no sé ni el nombre para casarse conmigo, su barco naufragó. Llevan seis años buscándolo con la esperanza de que esté vivo. Esta semana llegó a palacio uno de sus almirantes, para abandonar la búsqueda y darle por muerto. Pero es que ese no es el caso. Aunque no sea él será otro príncipe. Mis padres nunca aceptarían mi amor con un simple herrero. No puedo casarme contigo. ¿Comprendes?

El príncipe no había respondido a nada de lo que decía la princesa porque estaba petrificado. Se quedó unos segundos todo en silencio. Y luego dijo:

- X
- ¿Cómo dices?
- El reino del que hablas se llama X, yo soy el príncipe con el que debías casarte.

La princesa le miró entonces con asombro. Tenía ante él a un hombre robusto, de fuertes brazos, con las manos gordas y callosas, y la piel morena, curtida y llena de cicatrices. Su rostro estaba cubierto por una poblada barba. De repente se empezó a reír:

- ¡Pero que tonto eres! ¡Como vas a ser tu un príncipe! ¿Te has visto?
- Te lo digo muy en serio, llévame a palacio. Tengo que ver al almirante como sea.
- Esto ya no tiene gracia. ¿Por qué iba a llevarte a palacio? ¿Qué vas a hacer?
- Tú llévame, confía en mí. Parece que el destino empieza a sonreírme.

La princesa le llevó a palacio, con la excusa de que el herrero quería regalarle su mejor espada al almirante. Pero el regalo fue otra cosa. Cuando el almirante le vio, no daba crédito. Le reconoció a pesar de todo lo que había cambiado. Y se arrodilló ante el y le rindió pleitesía. La cara de la princesa era un poema, jamás habría imaginado que su amado herrero fuera su prometido perdido. Todo volvía a su cauce. Se casaron. Y una flota de barcos les escoltó al reino de X. Donde el príncipe aprendió a leer y a escribir, y todo lo que debía saber para gobernar el país. Y cuando su padre murió, vistió el manto púrpura y gobernó. Y gobernó con fuerza de voluntad, perseverancia, y sentido del sacrificio, pues sabía que con determinación, cualquier meta podía alcanzarse. Y por todo el mundo conocido se hizo famoso como el rey más justo y noble de todos los reinos, que trataba con gran respeto a su pueblo. Y nunca más fue desconocido el reino de X para ningún aldeano.


Moraleja: Nadie puede considerarse dueño de nada que no pueda resistir un naufragio.

Moraleja de Seijas: Llevaba tiempo teniendo fantasías sexuales con un rey que las pasara canutas de verdad. Gobernar un país no es fácil, y que me digas los primeros reyes aún vale, cuando curraban, de lo suyo, pero curraban, y sus puestos no eran hereditarios sino que se elegía un nuevo rey entre los nobles más fuertes. Pero ya cuando empiezan a delegar el gobierno en sus validos para a dedicarse a sus fiestecitas… los reyes sobran, y más hoy en día que no pintan nada ahí. Aún pagaría por ver a Juan Carlos I en una herrería. De todas formas no hay mucha diferencia con los inútiles que tenemos por presidentes. En fin, paciencia, como diría nuestro príncipe.

martes, 22 de enero de 2008


FLOATING IN THE ENDLESS BLUE

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Érase una vez, un príncipe de un antiguo reino que llevaba una vida de lujo, y no se interesaba por nada. ¿Por qué iba a hacerlo, si lo tenía todo en la vida? Dinero, poder, hermosura... Sus padres, los reyes, estaban preocupados, pues rehusaba aprender a leer o a escribir, aprender las tácticas de batalla, y los consejos de su padre para saber llevar sabiamente el gobierno del reino en un futuro. Le preocupaba también que no tuviera la fuerza de voluntad, la dedicación y sentido de sacrificio que su país necesita. El caso es que era el legítimo heredero del trono, y el rey decidió como último recurso que su hijo sólo pudiera gobernar como rey si se casaba con una princesa de un remoto reino, con la esperanza de que ella le ayudara en los momentos de crisis.

Así pues, el príncipe se dispuso a partir hacia ese remoto país con una flota de 10 barcos, y pedir la mano de esa joven princesa, pues así era la voluntad de su padre. Llevaban navegando una semana cuando una gran tormenta los cogió por sorpresa y apenas pudieron hacer nada por no naufragar.

El príncipe se despertó en una playa. Enseguida comprendió que era el único superviviente de la catástrofe ya que no había rastro alguno de los barcos. Sus ropas estaban echas jirones y llenas de polvo. No sabía cuanto tiempo había permanecido inconsciente en la playa. Entonces decidió seguir un estrecho sendero con la esperanza de que le llevara a un lugar habitado. La partitura de ese día estaba en sol mayor, y con el calor, llegó la SED. No encontraba ningún lugar con agua potable, y con el paso de las horas a la SED se unió el HAMBRE. Estaba a punto de desvanecerse cuando divisó una cabaña cerca de allí, eso le dio fuerzas para acercarse, y medio muerto, llamó a la puerta. Abrió un hombre fornido, de unos 40 años, y enormes brazos. Lo recogió del suelo como si fuera un muñeco y le dio de beber y algo de comer. Cuando el príncipe se recuperó, le preguntó el hospitalario señor:

- ¿Quién eres, y qué te ha pasado?
- Soy el príncipe del reino de X, y me dirigía a un lejano reino para casarme con su princesa, cuando nos sorprendió una tempestad, y todos los barcos naufragaron. Yo soy el único superviviente, y apenas he podido llegar hasta aquí...

El hombre estalló en carcajadas y le replicó amistosamente al príncipe:

- Vaya historias os inventáis los vagos, se nota que tenéis mucho tiempo libre. Tienes manos de no haber trabajado en tu vida.
- ¿Qué forma es esa de hablarle a un futuro rey? ¿Es que acaso estás loco y deseas morir?
- Tranquilízate, aún no he escuchado las gracias por haberte ayudado. Y ¿Cómo ibas a matarme tú? Je, je, ¿Te has visto lo enclenque que eres? No podrías conmigo, y deja ya esa historia del príncipe si no quieres que aparte de ser vagabundo te tome por loco.
- ¿Las gracias? Tú flipas, ¡Deberías sentirte honrado de servirme! Pero es cierto, soy un príncipe, no miento.
- Está bien, te pondré a prueba, los reyes y príncipes saben leer y escribir, te traeré una carta que me ha escrito un primo mío, si eres capaz de decirme lo que pone, te creeré.

El príncipe se puso entonces colorado mientras el hombre iba a otra habitación, ¿Cómo explicarle que nunca había querido aprender a pesar de lo que le había insistido su padre? El hombre regresa con la carta.

- Aquí está... Je, je...

El príncipe se esfuerza realmente por entender algo, pero después de varios minutos intentándolo con la primera palabra, desiste, y dice avergonzado:

- No puedo, no sé leer.
- Ahá, la cosa está clara, no me equivocaba.
- De cualquier forma, tengo que regresar a casa.
- Pues no sé de dónde vienes, pero lo que si sé es que te será muy complicado. No hay ningún sitio poblado en bastantes kilómetros. Necesitarás un caballo y provisiones para llegar. Yo puedo vendértelos si quieres pero no será barato.
- (Mirándose los jirones que llevaba por ropa) No te habrás dado cuenta de que no llevo dinero encima.
- Entiendo. Está bien, te lo pondré fácil. Verás, yo soy herrero, y necesito un ayudante, trabajarás para mí hasta que considere que te has ganado el caballo y los víveres.
- ¡Por quién me has tomado! No pienso trabajar para ti. No he trabajado en toda mi vida y no voy a hacerlo ahora.

Dicho esto salió de la cabaña dando un portazo y siguió caminando por el sendero. Recapacitando se dio cuenta que si era verdad lo que aquel hombre decía, nunca llegaría vivo a algún sitio habitado. Realmente aquel hombre no le dejaba opción, así que dio media vuelta y volvió a la cabaña. Cuando el herrero abrió la puerta le dijo:

- Está bien trabajaré para ti. No me dejas opción.
- Lo harás si me das las gracias por la ayuda.
- (Con cara de odio y como si le costara escupir las palabras) Gra-cias.

Así que el príncipe se pasó los dos años siguientes trabajando para el herrero. Lo que al principio eran acciones torpes se convirtieron con el tiempo en movimientos ágiles y golpes precisos. Acabó conociendo todos los secretos del oficio, y lo que antes era un hombre inútil se convirtió en un experto herrero. Las noches las pasaba pensando en sus padres, y echaba de menos las comodidades de palacio, cuando ahora vivía en completa austeridad. Y así aprendió a valorar lo que tenía en su vida pasada. Al cabo de los dos años el herrero cumplió su palabra y le dio el caballo y los víveres. Se dispuso a partir y el herrero le dijo una última cosa:

- Te he dado algo más valioso que lo que te llevas. Te he dado algo que no podrás perder.
- Gracias por todo, herrero.

Y dicho esto, montó a caballo y siguió el sendero que le llevaría a un pueblo lejano.

Continuará…

viernes, 18 de enero de 2008


CURSUM PERFICIO

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Me despertó con un negro beso. Abrí los ojos y vi a una hermosa mujer de pelo negro y ojos oscuros, con una túnica negra, mirándome fijamente. Me incorporé rápidamente, pero se desvaneció entre las sombras de mi alcoba. Todo estaba oscuro. Me había desvelado, y me sentía un poco mareado, así que decidí salir fuera a respirar.

Así que me puse mi quitón y mi himatión, y salí al patio. La noche era clara casi como si fuera de día, y un fuerte viento sacudía violentamente los árboles, que con el sonido de sus hojas y ramas me gritaban cosas de las que no quiero hablar. Grité con ira pura, y me dieron ganas de correr. Empecé a correr a ciegas por los caminos, claros y arboledas, durante un buen rato.

De repente, y sin saber cómo, me paré. Miré hacia arriba y descubrí a dónde me habían llevado mis piernas. Ante mi vista se alzaban, majestuosos, los Propileos. Era la casa de mi Diosa. Subí las escaleras, y entré en la acrópolis. Tenía la impresión de que me estaban esperando. Pero… ¿Quién? No veía a nadie. Ni siquiera a los guardianes o a las sacerdotisas. Entonces la vi. La Diosa. Atenea Promacos, una estatua de once metros de altura. El fuego que siempre está encendido ante ella, estaba apagado. Selene, la luna, estaba roja, y su luz teñía de rojo todo lo que me rodeaba. El viento seguía soplando con violencia, yo seguía jadeando por el esfuerzo, y toda mi piel estaba empapada de sudor. Entonces, La Diosa, bajó de su pedestal, y me susurró al oído: - Tu destino está escrito. Haz lo que debes.- Y entonces comprendí, sabía por qué estaba allí y sabía lo que debía hacer. Con paso firme me dispuse a entrar en el templo. Por lo que sé siempre estuvo ahí, desde el principio de los tiempos, y siempre estará, por siempre jamás. La casa de Atenea. Nunca un hombre había puesto un pié dentro. Entrar en el Partenón era privilegio exclusivo de la suma sacerdotisa, sabía que si entraba, habría firmado mi sentencia de muerte, pero no me preocupaba, mi cometido era más importante que todo eso, era la voluntad de Atenea. Entré en el interior. Una hilera de antorchas a cada lado, guiaban el pasillo hasta Atenea Parthenos, de oro y marfil. Sus llamas eran también rojas, y con su luz teñían mis ojos de sangre.

Entonces la vi, la doncella más bella que había visto jamás. Sus cabellos eran ondulados y dorados, y caían como cataratas de agua pura sobre su pecho. Su piel era rosada. Llevaba una túnica blanca de gasa, que transparentaba todo su cuerpo. Me miraba con sus verdes ojos, con dureza, pero con una lujuria que no podía contener. - ¿Quién eres? – Exclamó sorprendida y con voz temblorosa. Se oyó entonces un enorme estruendo que retumbó por todo el templo. Miré al suelo. Se me había caído la espada que llevaba en la mano, y que no había notado su presencia hasta ahora. Me agaché para recogerla, pero antes de que pudiera llegar a tocarla, la doncella me detuvo con una sola caricia, su mirada era de miel. Entonces volvieron a sonar en mi mente las palabras de Atenea. Y cogí la espada. La doncella entonces se apartó. Y tras ella apareció una mecedora, donde yacía un niño recién nacido. Sus cabellos eran de ébano, y sus ojos, sus ojos… vacíos, un oscuro vacío donde se podían ver todas las estrellas, como en una noche negra. En ese momento, le miré horrorizado, y sentí que había nacido para ese momento. Unos cánticos que parecían venir del Hades atravesaban las paredes del templo. Alcé la espada y se la clavé en los ojos. La doncella me miró espantada, y me gritó horrorizada: - ¡No! ¡Es tu hijo!
Apenas pude oírla, una inmensa paz se adueñó de mi cuerpo. Miré a mi Diosa una vez más, Atenea Parthenos, a los ojos, y mis labios susurraron unas palabras desconocidas. Mi cometido en la vida se había cumplido, no necesitaba vivir más. Y con la misma espada que había dado muerte a mi hijo, me quité la vida.

Mientras yacía boca arriba, mirando la roja luna, recordaba cuando aún era joven, las celebraciones de los juegos en las Panateneas, ese año en el que había vencido en todas las pruebas, y no había mancebo más apuesto que yo, recordaba que todas las doncellas me seguían en júbilo, pero una sola me llamó la atención. Sus cabellos eran de oro, y su mirada de miel, y aunque muchas otras habían juntado sus labios con los míos, sólo la doncella que ahora llora a mi lado me besó.

jueves, 17 de enero de 2008


ENEMY MAKER

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¿Sabes qué creo?

Creo que nos hemos convertido en máquinas de mirar para otro lado hasta que la mierda nos rodea, y aún así seguimos mirando para otro lado.

La cuestión es que no tenemos que irnos a una guerra vigente para ver violencia sin sentido. La tenemos ahí cada día, en el piso de al lado, cuando bajamos a la calle, a la vuelta de la esquina, acechando, pero miramos a otro lado.

No es que ahora seamos lo puto peor, y que todo se haya dramatizado en los tiempos modernos. Siempre ha existido, día a día, desde que el hombre es mono, simplemente, todo lo anterior no lo presenciamos, y se convierte en estadística y en historia.

Pero una cosa no quita la otra. Lo que trato de decir es: ¿Cuánta gente presencia una injusticia, y no interviene porque piensa que no va con él? ¿Cuanta gente colabora para que ese desconocido no sufra un daño que podría tener consecuencias vitalicias?

La verdad es que el ser humano se deshumaniza, pero no de épocas anteriores a esta parte, sino desde que nace hasta que muere. Nos educan con valores como la amistad, la igualdad entre individuos, la generosidad, ayudar al que lo necesita, darlo todo sin esperar nada a cambio, la honestidad, el honor, la sinceridad, la educación… y claro, crees en ello. Pero héteme aquí, que si vas por la vida con esos valores, y encima crees en ellos, se te queda la cara poco menos que de gilipollas, porque la gente no lo agradece, ayudas a alguien, y te contesta: métete en tus asuntos, hacerte amigo de alguien es poco menos que querer aprovecharte de él todo lo que puedas, tiendes tu mano desinteresadamente y no te lo agradecen, y lo más triste de todo, hablas a la gente de forma amable y se chotean de ti, les hablas con agresividad y te sonríen y te respetan.

Es este hecho que presencio cada día, combinado con que todo es una casa de putas, lo que hace que haya perdido la paciencia y la ilusión por esta vida. La primera cara de gilipollas se me quedo hace muchos años, cuando me calló la primera hostia por defender a una persona en una pelea entre el y varios atacantes, y me la dio precisamente el tío al que había ayudado mientras le tendía la mano. Así que yo también me lo pienso antes de “meterme donde no me llaman”. Pero cuando me sale, me sale, y no puedo cambiar mi actitud ante ciertas cosas, solo porque haya llevado muchos palos, o por miedo a que no sirva para nada y solo me meta en líos.

El caso es que la versión egoísta de la vida se torna una defensa cojonuda para el mundo que nos ha tocado vivir, pero la pena es que una individualización tan intensiva de la persona, aislándose de todo, y encerrándose en si misma y en su entorno de burbuja, hace que no haya gran diferencia entre eso y un cadáver rodeado por su ataúd a dos metros bajo tierra, eso si, que mira hacia otro lado.

miércoles, 16 de enero de 2008


LAS COSAS NUNCA SON LO QUE PARECEN

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Las cosas nunca son lo que aparentan.

Parecía un día de sol, y los rayos eran de tormenta.
Me pareció ver un conejo blanco, pero era un perro verde.
Parecía mirar un reloj de bolsillo, pero la cadena eran sus grilletes.
Parecía que corría tras el, pero era él quien corría detrás de mi.
Me parecía aquello una madriguera, pero era mi curro, y era yo el que llegaba tarde.
Me parecía que caía, pero sólo me hundía en el sillón, y en mis recuerdos.

Algo me decía “Cómeme”, pero yo entendí vomítame. Y vomité.
Algo me decía “Bébeme”, y yo entendí, escúpeme. Y envenenado le escupí.

Las dimensiones de todo cambiaban, pero el único que cambiaba era yo.

Así que el sombrerero loco me invitó a tomar el té. Pero, OH, sabía a café con leche. Le pregunte qué eran esos pergaminos, me dijo que era el Marca de ayer. Las luces y los colores ardían y quemaban, y mientras mis pulmones se derretían salí corriendo.

Si parecía un loco, que la guardia me hizo preso, me sacaron las drogas, a hostias, y me metieron en el calabozo. Me llevaron ante la Reina de Corazones, y jugué al strip-poker con ella desnudando mi alma y perdí. Y en un arrebato de principios, conseguí sublevar a un pueblo gritando republica, ¡que le corten la cabeza! La reina murió en la guillotina. Y yo morí con ella, puesto que uno de sus corazones era el mío.

Las cosas nunca son lo que parecen. Porque no es oro todo lo que reluce, y porque oro parece, pero plátano es. Así que disimula, porque parece que estamos en paz, y cada día es una guerra.

Cuando dejemos de mentirnos cruelmente a nosotros mismos, las cosas seguirán sin ser lo que parecen, pero al menos, parecerán mejores.