KING IN CRIMSON
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Viene de la entrada anterior...
Nuestro príncipe había pasado de tener todo, a no tener nada. De ser el hijo de un rey a ser un don nadie, y le costaba asimilarlo. Ahora era un extraño en una tierra extraña. Sus ansias de volver a casa le hacían espolear a su caballo. Llevaba una semana de camino cuando el caballo cedió, y el príncipe gritó furiosamente mientras el caballo moría en el camino. Tenía que darse prisa pues se estaba quedando sin víveres. Le llevó dos días más a pié, pero al fin divisó una pequeña aldea. Atardecía. El caso es que estaba como al principio, sin comida y sin caballo. Llamó a una de las puertas y salió una pareja de ancianos:
- Necesito un sitio para pasar la noche...
- ¿De dónde vienes forastero? – Contestó el anciano.
- Vengo de muy lejos, de la cabaña de un herrero que está a una semana de aquí. Busco el camino para regresar al reino de X.
- No conozco ningún reino con ese nombre, pero pasa, pasa... Has tenido mala suerte, esta es una zona muy poco poblada del país, el único pueblo que conocemos está muy lejos, al lado del mar.
- Necesito ir a ese pueblo.
- ¿Y cómo tienes pensado ir?
- No lo sé, no tengo dinero, ni caballo, ni provisiones, ni nada.- Respondió descorazonado.
El anciano se quedó pensativo, y luego dijo:
- Bueno, no te preocupes ¿Has pensado en trabajar? ¿Qué sabes hacer?
- Nad... Bueno, soy un herrero experto.
- Mmmm, es complicado, no hay herreros en esta aldea, todo el material de herrería lo intercambiamos a medio camino con el herrero de donde vienes una vez al año. Nosotros somos carpinteros, ¿Has trabajado alguna vez la madera?
- Pues no. (El príncipe pensando... ¡Dios, no, otra vez no!)
- Pues aprenderás.
Pues eso, que el príncipe se tiró otros dos años trabajando de carpintero en esa aldea, hasta que pudo ganarse un caballo y la comida para una semana. Pero esta vez fue más paciente y cuidó mejor al caballo. Paraba con frecuencia para que bebiera y comiera, y procuraba no cansarlo demasiado. Hasta le cogió cariño.
Una semana después de dejar la aldea de los carpinteros, llegó al pueblo de mar. Pensó que al ser un pueblo la gente estaría más informada, conocerían su país y le dirían como regresar. Así que con una sonrisa de oreja a oreja, llamó a la primera puerta que encontró, y un hombre barbudo y de aspecto desaliñado le abrió.
- Buenas tardes buen hombre, busco el camino para el reino de X.
- Lo siento, caballero, pero jamás se oyó hablar de ese lugar por aquí, me temo que no puedo ayudarle.
La sonrisa se le borró de la cara como si una nube le cubriera de repente con su sombra. Pensó que todo era inútil y jamás conseguiría regresar. Una lágrima apareció en sus ojos.
- No se desanime... Quizás en la ciudad que hay al otro lado de la montaña, alguien sepa llevarle hasta allí. No es un país vecino, así que posiblemente le salga caro el viaje.
- No tengo dinero, solo mi caballo. ¿Necesitan un herrero o un carpintero en el pueblo?
- Pues no, la verdad, nos traen esas cosas del valle que hay en esa dirección... (Señalando el camino del que venía).
- ¿De qué podría trabajar aquí?
- Somos un pueblo de pescadores joven, si tantas ganas tiene de trabajar, podrá embarcar mañana mismo en mi barco.
Esta vez, el príncipe había demostrado iniciativa propia, pensando que el dinero le sería de mucha ayuda para regresar a su reino. Pensaba constantemente en la vida que había llevado hasta el día del naufragio, y eso le mantenía con fuerzas para seguir adelante. Dos años más estuvo en el pueblo de pescadores, hasta que consideró que tenía dinero suficiente para cualquier circunstancia. Se despidió de sus compañeros y montó una vez más en su querido caballo. Atravesó la montaña, y llegó a la ciudad lleno de esperanzas. Recorrió todas las calles, las iglesias, el puerto, el ayuntamiento, las plazas, los comercios, pero nadie parecía conocer su reino. Pensó que su país no debía ser tan importante para que nadie oyera hablar de el. Esto le hizo perder toda la esperanza de volver a casa, y aceptó su cruel destino. Con el dinero que había ahorrado de pescador, abrió una herrería. Y se convirtió en uno de los herreros más respetados de la ciudad.
Un día de mercado cuando estaba vendiendo sus útiles y espadas, se fijó en una bella joven, que parecía un ángel bajado del cielo. Ella le miraba constantemente con disimulo. Cuando la joven desapareció por un callejón, no dudó un solo instante en correr tras ella. La calle por la que corría ahora estaba desierta. La vio caminando sola y le gritó:
- ¡Eh!, ¡espera!
La joven se giró sorprendida. El príncipe llegó a su lado, y sin mediar palabra la besó. Ella correspondía sus besos, y allí, en plena calle, la hizo suya. Así comenzó una intensa historia de amor. Durante meses siguieron viéndose. Una vez, paseando por unos jardines, el príncipe le dijo:
- ¿Tú me amas?
- Te amo con todo mi corazón.
- Pues cásate conmigo, con la herrería gano lo suficiente para que vivamos los dos cómodamente.
La joven apartó la mirada.
- No puedo.
- ¿Cómo?
- Hay algo que no te he dicho. No puedo casarme contigo, estoy prometida.
- ¡No puedo creerlo! Serás… Y yo que soy, ¿un pasatiempo? ¿Quién es tu prometido?
- Las cosas no son tan simples. Verás, yo soy una princesa. No te lo he dicho nunca porque no quería que pensaras que lo nuestro es un amor imposible. Yo te quiero de verdad. El caso es que cuando mi prometido venía de un lejano país del que no sé ni el nombre para casarse conmigo, su barco naufragó. Llevan seis años buscándolo con la esperanza de que esté vivo. Esta semana llegó a palacio uno de sus almirantes, para abandonar la búsqueda y darle por muerto. Pero es que ese no es el caso. Aunque no sea él será otro príncipe. Mis padres nunca aceptarían mi amor con un simple herrero. No puedo casarme contigo. ¿Comprendes?
El príncipe no había respondido a nada de lo que decía la princesa porque estaba petrificado. Se quedó unos segundos todo en silencio. Y luego dijo:
- X
- ¿Cómo dices?
- El reino del que hablas se llama X, yo soy el príncipe con el que debías casarte.
La princesa le miró entonces con asombro. Tenía ante él a un hombre robusto, de fuertes brazos, con las manos gordas y callosas, y la piel morena, curtida y llena de cicatrices. Su rostro estaba cubierto por una poblada barba. De repente se empezó a reír:
- ¡Pero que tonto eres! ¡Como vas a ser tu un príncipe! ¿Te has visto?
- Te lo digo muy en serio, llévame a palacio. Tengo que ver al almirante como sea.
- Esto ya no tiene gracia. ¿Por qué iba a llevarte a palacio? ¿Qué vas a hacer?
- Tú llévame, confía en mí. Parece que el destino empieza a sonreírme.
La princesa le llevó a palacio, con la excusa de que el herrero quería regalarle su mejor espada al almirante. Pero el regalo fue otra cosa. Cuando el almirante le vio, no daba crédito. Le reconoció a pesar de todo lo que había cambiado. Y se arrodilló ante el y le rindió pleitesía. La cara de la princesa era un poema, jamás habría imaginado que su amado herrero fuera su prometido perdido. Todo volvía a su cauce. Se casaron. Y una flota de barcos les escoltó al reino de X. Donde el príncipe aprendió a leer y a escribir, y todo lo que debía saber para gobernar el país. Y cuando su padre murió, vistió el manto púrpura y gobernó. Y gobernó con fuerza de voluntad, perseverancia, y sentido del sacrificio, pues sabía que con determinación, cualquier meta podía alcanzarse. Y por todo el mundo conocido se hizo famoso como el rey más justo y noble de todos los reinos, que trataba con gran respeto a su pueblo. Y nunca más fue desconocido el reino de X para ningún aldeano.
Moraleja: Nadie puede considerarse dueño de nada que no pueda resistir un naufragio.
Moraleja de Seijas: Llevaba tiempo teniendo fantasías sexuales con un rey que las pasara canutas de verdad. Gobernar un país no es fácil, y que me digas los primeros reyes aún vale, cuando curraban, de lo suyo, pero curraban, y sus puestos no eran hereditarios sino que se elegía un nuevo rey entre los nobles más fuertes. Pero ya cuando empiezan a delegar el gobierno en sus validos para a dedicarse a sus fiestecitas… los reyes sobran, y más hoy en día que no pintan nada ahí. Aún pagaría por ver a Juan Carlos I en una herrería. De todas formas no hay mucha diferencia con los inútiles que tenemos por presidentes. En fin, paciencia, como diría nuestro príncipe.
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Viene de la entrada anterior...
Nuestro príncipe había pasado de tener todo, a no tener nada. De ser el hijo de un rey a ser un don nadie, y le costaba asimilarlo. Ahora era un extraño en una tierra extraña. Sus ansias de volver a casa le hacían espolear a su caballo. Llevaba una semana de camino cuando el caballo cedió, y el príncipe gritó furiosamente mientras el caballo moría en el camino. Tenía que darse prisa pues se estaba quedando sin víveres. Le llevó dos días más a pié, pero al fin divisó una pequeña aldea. Atardecía. El caso es que estaba como al principio, sin comida y sin caballo. Llamó a una de las puertas y salió una pareja de ancianos:
- Necesito un sitio para pasar la noche...
- ¿De dónde vienes forastero? – Contestó el anciano.
- Vengo de muy lejos, de la cabaña de un herrero que está a una semana de aquí. Busco el camino para regresar al reino de X.
- No conozco ningún reino con ese nombre, pero pasa, pasa... Has tenido mala suerte, esta es una zona muy poco poblada del país, el único pueblo que conocemos está muy lejos, al lado del mar.
- Necesito ir a ese pueblo.
- ¿Y cómo tienes pensado ir?
- No lo sé, no tengo dinero, ni caballo, ni provisiones, ni nada.- Respondió descorazonado.
El anciano se quedó pensativo, y luego dijo:
- Bueno, no te preocupes ¿Has pensado en trabajar? ¿Qué sabes hacer?
- Nad... Bueno, soy un herrero experto.
- Mmmm, es complicado, no hay herreros en esta aldea, todo el material de herrería lo intercambiamos a medio camino con el herrero de donde vienes una vez al año. Nosotros somos carpinteros, ¿Has trabajado alguna vez la madera?
- Pues no. (El príncipe pensando... ¡Dios, no, otra vez no!)
- Pues aprenderás.
Pues eso, que el príncipe se tiró otros dos años trabajando de carpintero en esa aldea, hasta que pudo ganarse un caballo y la comida para una semana. Pero esta vez fue más paciente y cuidó mejor al caballo. Paraba con frecuencia para que bebiera y comiera, y procuraba no cansarlo demasiado. Hasta le cogió cariño.
Una semana después de dejar la aldea de los carpinteros, llegó al pueblo de mar. Pensó que al ser un pueblo la gente estaría más informada, conocerían su país y le dirían como regresar. Así que con una sonrisa de oreja a oreja, llamó a la primera puerta que encontró, y un hombre barbudo y de aspecto desaliñado le abrió.
- Buenas tardes buen hombre, busco el camino para el reino de X.
- Lo siento, caballero, pero jamás se oyó hablar de ese lugar por aquí, me temo que no puedo ayudarle.
La sonrisa se le borró de la cara como si una nube le cubriera de repente con su sombra. Pensó que todo era inútil y jamás conseguiría regresar. Una lágrima apareció en sus ojos.
- No se desanime... Quizás en la ciudad que hay al otro lado de la montaña, alguien sepa llevarle hasta allí. No es un país vecino, así que posiblemente le salga caro el viaje.
- No tengo dinero, solo mi caballo. ¿Necesitan un herrero o un carpintero en el pueblo?
- Pues no, la verdad, nos traen esas cosas del valle que hay en esa dirección... (Señalando el camino del que venía).
- ¿De qué podría trabajar aquí?
- Somos un pueblo de pescadores joven, si tantas ganas tiene de trabajar, podrá embarcar mañana mismo en mi barco.
Esta vez, el príncipe había demostrado iniciativa propia, pensando que el dinero le sería de mucha ayuda para regresar a su reino. Pensaba constantemente en la vida que había llevado hasta el día del naufragio, y eso le mantenía con fuerzas para seguir adelante. Dos años más estuvo en el pueblo de pescadores, hasta que consideró que tenía dinero suficiente para cualquier circunstancia. Se despidió de sus compañeros y montó una vez más en su querido caballo. Atravesó la montaña, y llegó a la ciudad lleno de esperanzas. Recorrió todas las calles, las iglesias, el puerto, el ayuntamiento, las plazas, los comercios, pero nadie parecía conocer su reino. Pensó que su país no debía ser tan importante para que nadie oyera hablar de el. Esto le hizo perder toda la esperanza de volver a casa, y aceptó su cruel destino. Con el dinero que había ahorrado de pescador, abrió una herrería. Y se convirtió en uno de los herreros más respetados de la ciudad.
Un día de mercado cuando estaba vendiendo sus útiles y espadas, se fijó en una bella joven, que parecía un ángel bajado del cielo. Ella le miraba constantemente con disimulo. Cuando la joven desapareció por un callejón, no dudó un solo instante en correr tras ella. La calle por la que corría ahora estaba desierta. La vio caminando sola y le gritó:
- ¡Eh!, ¡espera!
La joven se giró sorprendida. El príncipe llegó a su lado, y sin mediar palabra la besó. Ella correspondía sus besos, y allí, en plena calle, la hizo suya. Así comenzó una intensa historia de amor. Durante meses siguieron viéndose. Una vez, paseando por unos jardines, el príncipe le dijo:
- ¿Tú me amas?
- Te amo con todo mi corazón.
- Pues cásate conmigo, con la herrería gano lo suficiente para que vivamos los dos cómodamente.
La joven apartó la mirada.
- No puedo.
- ¿Cómo?
- Hay algo que no te he dicho. No puedo casarme contigo, estoy prometida.
- ¡No puedo creerlo! Serás… Y yo que soy, ¿un pasatiempo? ¿Quién es tu prometido?
- Las cosas no son tan simples. Verás, yo soy una princesa. No te lo he dicho nunca porque no quería que pensaras que lo nuestro es un amor imposible. Yo te quiero de verdad. El caso es que cuando mi prometido venía de un lejano país del que no sé ni el nombre para casarse conmigo, su barco naufragó. Llevan seis años buscándolo con la esperanza de que esté vivo. Esta semana llegó a palacio uno de sus almirantes, para abandonar la búsqueda y darle por muerto. Pero es que ese no es el caso. Aunque no sea él será otro príncipe. Mis padres nunca aceptarían mi amor con un simple herrero. No puedo casarme contigo. ¿Comprendes?
El príncipe no había respondido a nada de lo que decía la princesa porque estaba petrificado. Se quedó unos segundos todo en silencio. Y luego dijo:
- X
- ¿Cómo dices?
- El reino del que hablas se llama X, yo soy el príncipe con el que debías casarte.
La princesa le miró entonces con asombro. Tenía ante él a un hombre robusto, de fuertes brazos, con las manos gordas y callosas, y la piel morena, curtida y llena de cicatrices. Su rostro estaba cubierto por una poblada barba. De repente se empezó a reír:
- ¡Pero que tonto eres! ¡Como vas a ser tu un príncipe! ¿Te has visto?
- Te lo digo muy en serio, llévame a palacio. Tengo que ver al almirante como sea.
- Esto ya no tiene gracia. ¿Por qué iba a llevarte a palacio? ¿Qué vas a hacer?
- Tú llévame, confía en mí. Parece que el destino empieza a sonreírme.
La princesa le llevó a palacio, con la excusa de que el herrero quería regalarle su mejor espada al almirante. Pero el regalo fue otra cosa. Cuando el almirante le vio, no daba crédito. Le reconoció a pesar de todo lo que había cambiado. Y se arrodilló ante el y le rindió pleitesía. La cara de la princesa era un poema, jamás habría imaginado que su amado herrero fuera su prometido perdido. Todo volvía a su cauce. Se casaron. Y una flota de barcos les escoltó al reino de X. Donde el príncipe aprendió a leer y a escribir, y todo lo que debía saber para gobernar el país. Y cuando su padre murió, vistió el manto púrpura y gobernó. Y gobernó con fuerza de voluntad, perseverancia, y sentido del sacrificio, pues sabía que con determinación, cualquier meta podía alcanzarse. Y por todo el mundo conocido se hizo famoso como el rey más justo y noble de todos los reinos, que trataba con gran respeto a su pueblo. Y nunca más fue desconocido el reino de X para ningún aldeano.
Moraleja: Nadie puede considerarse dueño de nada que no pueda resistir un naufragio.
Moraleja de Seijas: Llevaba tiempo teniendo fantasías sexuales con un rey que las pasara canutas de verdad. Gobernar un país no es fácil, y que me digas los primeros reyes aún vale, cuando curraban, de lo suyo, pero curraban, y sus puestos no eran hereditarios sino que se elegía un nuevo rey entre los nobles más fuertes. Pero ya cuando empiezan a delegar el gobierno en sus validos para a dedicarse a sus fiestecitas… los reyes sobran, y más hoy en día que no pintan nada ahí. Aún pagaría por ver a Juan Carlos I en una herrería. De todas formas no hay mucha diferencia con los inútiles que tenemos por presidentes. En fin, paciencia, como diría nuestro príncipe.