CURSUM PERFICIO
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Me despertó con un negro beso. Abrí los ojos y vi a una hermosa mujer de pelo negro y ojos oscuros, con una túnica negra, mirándome fijamente. Me incorporé rápidamente, pero se desvaneció entre las sombras de mi alcoba. Todo estaba oscuro. Me había desvelado, y me sentía un poco mareado, así que decidí salir fuera a respirar.
Así que me puse mi quitón y mi himatión, y salí al patio. La noche era clara casi como si fuera de día, y un fuerte viento sacudía violentamente los árboles, que con el sonido de sus hojas y ramas me gritaban cosas de las que no quiero hablar. Grité con ira pura, y me dieron ganas de correr. Empecé a correr a ciegas por los caminos, claros y arboledas, durante un buen rato.
De repente, y sin saber cómo, me paré. Miré hacia arriba y descubrí a dónde me habían llevado mis piernas. Ante mi vista se alzaban, majestuosos, los Propileos. Era la casa de mi Diosa. Subí las escaleras, y entré en la acrópolis. Tenía la impresión de que me estaban esperando. Pero… ¿Quién? No veía a nadie. Ni siquiera a los guardianes o a las sacerdotisas. Entonces la vi. La Diosa. Atenea Promacos, una estatua de once metros de altura. El fuego que siempre está encendido ante ella, estaba apagado. Selene, la luna, estaba roja, y su luz teñía de rojo todo lo que me rodeaba. El viento seguía soplando con violencia, yo seguía jadeando por el esfuerzo, y toda mi piel estaba empapada de sudor. Entonces, La Diosa, bajó de su pedestal, y me susurró al oído: - Tu destino está escrito. Haz lo que debes.- Y entonces comprendí, sabía por qué estaba allí y sabía lo que debía hacer. Con paso firme me dispuse a entrar en el templo. Por lo que sé siempre estuvo ahí, desde el principio de los tiempos, y siempre estará, por siempre jamás. La casa de Atenea. Nunca un hombre había puesto un pié dentro. Entrar en el Partenón era privilegio exclusivo de la suma sacerdotisa, sabía que si entraba, habría firmado mi sentencia de muerte, pero no me preocupaba, mi cometido era más importante que todo eso, era la voluntad de Atenea. Entré en el interior. Una hilera de antorchas a cada lado, guiaban el pasillo hasta Atenea Parthenos, de oro y marfil. Sus llamas eran también rojas, y con su luz teñían mis ojos de sangre.
Entonces la vi, la doncella más bella que había visto jamás. Sus cabellos eran ondulados y dorados, y caían como cataratas de agua pura sobre su pecho. Su piel era rosada. Llevaba una túnica blanca de gasa, que transparentaba todo su cuerpo. Me miraba con sus verdes ojos, con dureza, pero con una lujuria que no podía contener. - ¿Quién eres? – Exclamó sorprendida y con voz temblorosa. Se oyó entonces un enorme estruendo que retumbó por todo el templo. Miré al suelo. Se me había caído la espada que llevaba en la mano, y que no había notado su presencia hasta ahora. Me agaché para recogerla, pero antes de que pudiera llegar a tocarla, la doncella me detuvo con una sola caricia, su mirada era de miel. Entonces volvieron a sonar en mi mente las palabras de Atenea. Y cogí la espada. La doncella entonces se apartó. Y tras ella apareció una mecedora, donde yacía un niño recién nacido. Sus cabellos eran de ébano, y sus ojos, sus ojos… vacíos, un oscuro vacío donde se podían ver todas las estrellas, como en una noche negra. En ese momento, le miré horrorizado, y sentí que había nacido para ese momento. Unos cánticos que parecían venir del Hades atravesaban las paredes del templo. Alcé la espada y se la clavé en los ojos. La doncella me miró espantada, y me gritó horrorizada: - ¡No! ¡Es tu hijo!
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Me despertó con un negro beso. Abrí los ojos y vi a una hermosa mujer de pelo negro y ojos oscuros, con una túnica negra, mirándome fijamente. Me incorporé rápidamente, pero se desvaneció entre las sombras de mi alcoba. Todo estaba oscuro. Me había desvelado, y me sentía un poco mareado, así que decidí salir fuera a respirar.
Así que me puse mi quitón y mi himatión, y salí al patio. La noche era clara casi como si fuera de día, y un fuerte viento sacudía violentamente los árboles, que con el sonido de sus hojas y ramas me gritaban cosas de las que no quiero hablar. Grité con ira pura, y me dieron ganas de correr. Empecé a correr a ciegas por los caminos, claros y arboledas, durante un buen rato.
De repente, y sin saber cómo, me paré. Miré hacia arriba y descubrí a dónde me habían llevado mis piernas. Ante mi vista se alzaban, majestuosos, los Propileos. Era la casa de mi Diosa. Subí las escaleras, y entré en la acrópolis. Tenía la impresión de que me estaban esperando. Pero… ¿Quién? No veía a nadie. Ni siquiera a los guardianes o a las sacerdotisas. Entonces la vi. La Diosa. Atenea Promacos, una estatua de once metros de altura. El fuego que siempre está encendido ante ella, estaba apagado. Selene, la luna, estaba roja, y su luz teñía de rojo todo lo que me rodeaba. El viento seguía soplando con violencia, yo seguía jadeando por el esfuerzo, y toda mi piel estaba empapada de sudor. Entonces, La Diosa, bajó de su pedestal, y me susurró al oído: - Tu destino está escrito. Haz lo que debes.- Y entonces comprendí, sabía por qué estaba allí y sabía lo que debía hacer. Con paso firme me dispuse a entrar en el templo. Por lo que sé siempre estuvo ahí, desde el principio de los tiempos, y siempre estará, por siempre jamás. La casa de Atenea. Nunca un hombre había puesto un pié dentro. Entrar en el Partenón era privilegio exclusivo de la suma sacerdotisa, sabía que si entraba, habría firmado mi sentencia de muerte, pero no me preocupaba, mi cometido era más importante que todo eso, era la voluntad de Atenea. Entré en el interior. Una hilera de antorchas a cada lado, guiaban el pasillo hasta Atenea Parthenos, de oro y marfil. Sus llamas eran también rojas, y con su luz teñían mis ojos de sangre.
Entonces la vi, la doncella más bella que había visto jamás. Sus cabellos eran ondulados y dorados, y caían como cataratas de agua pura sobre su pecho. Su piel era rosada. Llevaba una túnica blanca de gasa, que transparentaba todo su cuerpo. Me miraba con sus verdes ojos, con dureza, pero con una lujuria que no podía contener. - ¿Quién eres? – Exclamó sorprendida y con voz temblorosa. Se oyó entonces un enorme estruendo que retumbó por todo el templo. Miré al suelo. Se me había caído la espada que llevaba en la mano, y que no había notado su presencia hasta ahora. Me agaché para recogerla, pero antes de que pudiera llegar a tocarla, la doncella me detuvo con una sola caricia, su mirada era de miel. Entonces volvieron a sonar en mi mente las palabras de Atenea. Y cogí la espada. La doncella entonces se apartó. Y tras ella apareció una mecedora, donde yacía un niño recién nacido. Sus cabellos eran de ébano, y sus ojos, sus ojos… vacíos, un oscuro vacío donde se podían ver todas las estrellas, como en una noche negra. En ese momento, le miré horrorizado, y sentí que había nacido para ese momento. Unos cánticos que parecían venir del Hades atravesaban las paredes del templo. Alcé la espada y se la clavé en los ojos. La doncella me miró espantada, y me gritó horrorizada: - ¡No! ¡Es tu hijo!
Apenas pude oírla, una inmensa paz se adueñó de mi cuerpo. Miré a mi Diosa una vez más, Atenea Parthenos, a los ojos, y mis labios susurraron unas palabras desconocidas. Mi cometido en la vida se había cumplido, no necesitaba vivir más. Y con la misma espada que había dado muerte a mi hijo, me quité la vida.
Mientras yacía boca arriba, mirando la roja luna, recordaba cuando aún era joven, las celebraciones de los juegos en las Panateneas, ese año en el que había vencido en todas las pruebas, y no había mancebo más apuesto que yo, recordaba que todas las doncellas me seguían en júbilo, pero una sola me llamó la atención. Sus cabellos eran de oro, y su mirada de miel, y aunque muchas otras habían juntado sus labios con los míos, sólo la doncella que ahora llora a mi lado me besó.
Mientras yacía boca arriba, mirando la roja luna, recordaba cuando aún era joven, las celebraciones de los juegos en las Panateneas, ese año en el que había vencido en todas las pruebas, y no había mancebo más apuesto que yo, recordaba que todas las doncellas me seguían en júbilo, pero una sola me llamó la atención. Sus cabellos eran de oro, y su mirada de miel, y aunque muchas otras habían juntado sus labios con los míos, sólo la doncella que ahora llora a mi lado me besó.